lunes, 20 de mayo de 2013

Biografía del Hermanito Carlos de Foucauld 1

Querid@s amig@s a partir de esta entrega vamos a compartir en este espacio una biografía muy linda de nuestro querido Hermanito Carlos de Foucauld, es un trabajo que lo he dividido en 6 partes tomando las partes mas importantes de la vidade nuestro Hermanito.
Está basada en varias otras biografías que podemos encontrar en la web y en libros, pero me parece importante mencionar a la página abandono.com, de donde tome los títulos y varias ideas para esta entrega, espero les guste y podamos profundizar en la acción de Dios en la vida de nuestro hermanito Carlos de Jesús.
EL DESCENDIENTE DE LOS VIZCONDES DE FOUCAULD DE PONTBRIAND
 ¿QUIEN ES ESE RABINO?
A las cinco de la mañana del mes de junio, en Argel, ya se ve muy bien; también en el Mellah, el «ghetto» judío, donde las casuchas sórdidas, pegadas las unas a las otras, retienen durante más tiempo las sombras de la noche. El cielo estaba ya alto y claro a aquella hora; las mujeres, dentro de las casas, se dedicaban a sus quehaceres, aunque las callejuelas se veían todavía desiertas y silenciosas.
Al alba, cualquier paso retumbaba en los muros y provocaba la curiosidad detrás de las ventanas. Por esto no pasó inadvertida -a las cinco de la mañana del 10 de junio de 1883- la extraña visita que un joven, de estatura mediana, elegante, vestido a la europea, hizo a la sucia barraca donde vivía el rabino Mardoqueo Abi Serour con su mujer y cuatro hijos.
Se habló bastante en Mellah de aquella visita misteriosa. Sobre todo porque -según el testimonio de cientos de ojos que habían permanecido espiando tras las puertas entreabiertas- a aquel joven europeo nunca se le vio salir.
Por el contrario, alrededor de una hora más tarde, salió un desconocido, envuelto en un traje medio argelino y medio sirio: casquete rojo y turbante de seda negra en la cabeza, gilet turco de tela oscura, sobre una camisa blanca de mangas muy amplias y pantalones hasta las rodillas. Se detuvo un instante en el umbral de la puerta, mientras se ponía una capa de lana con capucha; luego, en compañía de Mardoqueo, se dirigió presuroso fuera del «ghetto». Algunos oyeron a Mardoqueo llamarlo «Joseph Aleman», otros «rabino».
El misterio no se desveló hasta varios años más tarde. El «rabino Joseph Aleman» era el mismo joven europeo que entró tan de mañana en casa de Mardoqueo, precisamente para disfrazarse. Se trataba del vizconde Carlos de Foucauld de Pontbriand, cuya vida escandalosa proporcionaba tema de conversación en los salones de Saumur, Pont-á-Mousson y París; y motivos de irritación y entretenimiento a las guarniciones francesas en Argelia.
FRANCES Y NOBLE DE ORIGEN
Charles De Foucauld a los dos años
Carlos de Foucauld había nacido en Estrasburgo veinticinco años antes, exactamente el 15 de septiembre de 1858. Era entonces emperador de Francia Napoleón III y los periódicos andaban revolucionados, aquel año, a cuenta de las apariciones de Lourdes.
La casa natal, situada en el número 9 de la plaza de Broglie, hablaba en todos sus rincones de riqueza, aristocracia y glorias pasadas; muebles, cuadros, alhajas, tapicerías, cortinas, todo parecía concebido y construido como reverente orla de un antiguo escudo que, sobre la pared del fondo de una sala austera, mostraba un rojo león rugiente sobre un puente de plata de dos arcadas; el brillante puente de los vizcondes de Pontbriand, cuya valerosa divisa es: «Jamais arriére» («No retroceder jamás»).      
En realidad Bertrand de Foucauld jamás había retrocedido en la séptima cruzada, y cayó como un héroe en Mansourah, junto al rey San Luis. No había retrocedido tampoco Juan de Foucauld, a quien las crónicas de familia recordaban firme junto a Juana de Arco, en el coro de Reims, durante la consagración de Carlos VII. Ni Armando de Foucauld -más conocido como Juan María de Lau, arzobispo de Arlés- había retrocedido jamás, en tiempos de la Revolución francesa, muriendo mártir en la prisión de los carmelitas, en París, durante las matanzas de septiembre de 1792 (Pío XII lo beatificó en 1926). Y tampoco Eduardo de Foucauld, padre de Carlos, hijo y nieto de militares, había retrocedido en el cumplimiento del deber como inspector de aguas y bosques.
 También la madre de Carlos, Isabel de Morlet, descendía de una familia con ilustres tradiciones militares; pero ello la dejaba perfectamente indiferente. De profundos sentimientos cristianos, había hecho bautizar a Carlos dos días después de su nacimiento. Al cabo de tres años, le dio una hermanita, María. A ambos, desde su más tierna infancia, les enseñó a crecer en la ley de Dios y, sobre todo, a invocar a la Virgen y ayudar a los pobres.
No podemos decir que estas enseñanzas maternas obtuvieran una correspondencia entusiasta por parte del pequeño Carlos. En su infancia no hemos logrado descubrir ningún episodio que indique inclinación a la piedad, y mucho menos que revele la más tenue vocación religiosa. Sin embargo, aquellas lecciones prácticas de vida cristiana, aunque en su época no produjeron resultados evidentes, se imprimieron con tal fuerza en el alma del niño que, muchos años después, las encontró dentro, frescas y válidas como si nunca hubieran sido olvidadas.
Charles, su madre y hermana María
En 1863, cuando Carlos tenía apenas cinco años, en pleno verano, la desgracia entró inesperadamente en casa de los vizcondes de Foucauld de Pontbriand.
Su padre, Eduardo, enfermó de tuberculosis y, bien pronto, su estado fue motivo de preocupación. Tuvo que dimitir del cargo que desempeñaba y cada día fue cayendo en una tristeza más grande. Se encerró en un silencio atormentado, huraño, casi alucinado. Un día abandonó a sus hijos y a su mujer, que estaba esperando un nuevo hijo, y fue a refugiarse en casa de su hermana Inés, una famosa belleza de su época, que había sido retratada por el pincel de Ingres.
A su vez Isabel, desesperada, dejó la espléndida mansión de la plaza de Broglie y fue con los dos niños a la casa de la calle «Eschases» con su padre, el señor de Morlet, simpatiquísimo coronel de artillería retirado. Y allí, en el mes de marzo del año siguiente, murió de parto y de pena. Sus últimas palabras fueron las de Cristo en el huerto de Getsemaní: «Padre, hágase tu voluntad y no la mía...».      
Cinco meses más tarde, en casa de Inés, expiraba también Eduardo.
Carlos y María quedaron huérfanos, y el abuelo coronel, de sesenta y siete años, se hizo cargo de ellos. Adoraba a Carlos («cuando llora es igual que mi pobre hija...»), y Carlos le correspondía con un cariño profundo.
 A los ocho años el muchacho ingresó en el colegio diocesano de Saint-Arbogast de Estrasburgo. De allí salió cuando llegó el momento de estudiar en el Instituto Nacional.
Como estudiante fue regular: todos los profesores estaban de acuerdo en reconocerle una inteligencia extraordinariamente viva; pero no pocos tenían que dolerse de su excesiva condescendencia con la pereza.
Después, la guerra. Año 1870: los alemanes atacaron por el este. El señor de Morlet previó claramente la catástrofe, no obstante las ilusiones de Napoleón III, y se refugió con sus nietos en Suiza. Apenas los cañones germanos amenazaron Estrasburgo, Napoleón III fue abatido en Sedán, y Francia, invadida, proclamó la república. París, sitiado, se rindió por hambre. Alsacia y Lorena fueron anexionadas a Alemania.

«¡ADIÓS, ESTRASBURGO!»
El señor de Morlet, ex coronel de artillería del Ejército francés, no querrá volver a poner los pies en ti. Se establecerá en Nancy; y allí reanudará los estudios Carlos, y -a los catorce años, en 1872, ya un hombrecito- hará la primera comunión y será confirmado. En su alma se hizo una intensa luz; pero se apagó pronto.
 Inscrito en retórica, en seguida se enamoró de los escépticos de todas las épocas, de Horacio, de Montaigne, con una particular predilección por el viejo Aristófanes. Eran los años en que prevalecían los burgueses incrédulos y los profetas del ateísmo proletario. Berthelos, Renan, Taine, Anatole France, Nietzsche, Marx y Rimbaud llamaban a la lucha contra la religión desde todos los frentes.
Carlos no leyó ni un solo renglón de estos autores; pero respiró ávidamente el aire contaminado de sus ideas, lo que fue suficiente para hacerle tirar la fe religiosa a las ortigas. «Durante doce años -recordará más tarde- viví sin ninguna fe. Nada me parecía bastante probado; la misma fe con que la gente del mundo sigue mil religiones distintas me parecía la condenación de todas».
Una vez obtenido el título de Bachiller en retórica en 1874, llegó para Carlos la hora de abandonar el nido. Le esperaban París y los estudios de filosofía.
El señor de Morlet le envió al internado de los jesuitas de la calle «Post»; pero el ambiente pronto le resultó odioso e insoportable. Rogó, insistió, conjuró al abuelo, en decenas de cartas, que le llevase de nuevo a Nancy; pero el anciano no cedió. A pesar de todo, al finalizar el curso, Carlos era Bachiller en filosofía.
Había llegado el momento de empezar a estudiar una carrera. Para Carlos de Foucauld de Pontbriand no existía el problema de elegir. Desde que nació había parecido obvio a todos que un vástago de tal estirpe debería seguir la carrera militar. Carlos había aceptado siempre esta perspectiva como lógica y natural.

MILITAR DE FAMILIA
 Al abuelo Morlet le hubiera gustado que su nieto entrara en la escuela politécnica, para que se hiciese oficial de artillería, como él. Pero Carlos sabia que la escuela politécnica era un hueso duro de roer y él no sentía ningún deseo de desgastarse los dientes. Ser militar estaba bien, pero sin mucho trabajo. Mejor la Escuela Especial Militar de Saint-Cyr, mucho más fácil.
Sin embargo, Saint-Cyr suponía un año de preparación en París. Y París significaba de nuevo el pensionado de los jesuitas. Así, durante un año más, el anciano señor de Morlet no tuvo paz. Cada dos días recibía una carta del nieto. Cartas desesperadas, algunas hasta de cuarenta páginas. «Aquí me es imposible permanecer, déjame volver a casa...».
Regresó a finales de año, expulsado por negligencia e indisciplina. «En aquella época -escribiría un día- era todo egoísmo, todo vanidad, todo impiedad, todo deseo de mal. Estaba como loco».
El abuelo no se desanimó por la expulsión. Le puso en manos de algunos profesores y le obligó a presentarse a las pruebas de admisión de Saint-Cyr.        
Carlos corrió el peligro de ser rechazado por obesidad. Apenas con dieciocho años, de un metro sesenta y siete de estatura, estaba gordo, flácido y pesado, por abuso de dulces, carnes refinadas, vinos selectos y horas de reposo. Pero la comisión pensó que un par de meses en Saint-Cyr serían suficientes para despojarlo de los kilos de adiposidad, y le admitió a los exámenes. Le fue bastante bien y obtuvo el puesto ochenta y dos, entre cuatrocientos doce candidatos.
Dos años más tarde, en los exámenes de licenciatura, consiguió el 333 entre 386, un notable bajón. Había comenzado con el mayor entusiasmo; apenas puso los pies en Saint-Cyr, se sintió al fin «hombre» y «libre». Y como hombre libre, los primeros meses había aceptado dócilmente la disciplina militar, a pesar de ser tan fastidiosa, orgulloso de llevar el célebre quepis de la escuela, adornado con el famoso penacho blanco y rojo. Pero después se hizo amigo del marqués de Morés y de Monte Mayor, calavera y haragán, y el resultado fue que el estudio, la disciplina y el trabajo se le convirtieron en aborrecibles. En dos años coleccionó cuarenta y cinco castigos por negligencia, pereza e indisciplina. Si superó de alguna forma los exámenes se lo debió únicamente a su despierta inteligencia y ágil memoria.
 En esa época murió su abuelo, el querido señor de Morlet, coronel de artillería retirado. Fue un trance doloroso. Pero el 15 de septiembre de 1878, al cumplir los veinte años de edad, entró en posesión de la herencia de la familia, y ésta representaba una verdadera fortuna. Carlos de Foucauld se volvió loco de alegría: aquel dinero era la llave de oro que le abriría las puertas de una vida brillante.
Decidió ser oficial de caballería. El marqués de Morés fue de la misma opinión. ¿En la escuela especial de Saint-Cry habían logrado salir adelante por los pelos? Voilá! En la escuela de caballería de Saumur no les faltaría, de vez en cuando, un golpe de suerte. En la escuela de Saumur compartieron la misma habitación, la número 82.
Morés tomó a su cargo el guardarropa, y compró trajes y calzado de acuerdo con el último grito de la moda. Carlos se preocupó de la despensa y la comodidad: ricas golosinas y una deliciosa butaca. De reserva, una tumbona.
«Quien no ha visto a Foucauld en su habitación, en pijama de franela blanca con llamares, cómodamente hundido en una butaca o tumbona, saboreando un pastel de hígado, acompañado de excelente champán, leyendo a Aristófanes en un libro elegantemente encuadernado -escribió en aquel tiempo uno de sus amigos-, no puede hacerse idea de lo que es un hombre feliz de la vida». Otro contó: «La habitación de ambos pronto se hizo célebre por las excelentes comidas y las largas partidas de cartas que en ella se organizaban, con objeto de tener compañía durante el castigo, pues era raro que uno de los dos no estuviera arrestado».
Cadete en Saint-Cyr
En breve, Carlos mereció un total de veintiún días de arresto simple y cuarenta y cinco de arresto mayor, y Morés no se quedaba atrás. Cuando podían salir, llevaban con ellos un alegre grupo a «Budan», el restaurante más famoso y caro de Saumur y, en un reservado, se hacían servir menús de lo más selecto. Carlos prefería el pastel frío de perdiz acompañado de dos botellas de Alicante. Luego, recostado en un sofá, sentenciaba que «a continuación de una comida no hay nada mejor que un buen puro y, para volver a casa, un coche pequeño y bajo, a fin de no tener que levantar demasiado el pie para subir». Después de estas «reuniones», siempre se levantaba en toda la ciudad una polvareda de comentarios y escándalo.
Pero al descendiente de los vizcondes de Pontbriand no le bastaba. A las orgías normales, añadió la pimienta de las aventuras excepcionales. Un día que, como de costumbre, estaba arrestado, supo que se daba una fiesta en Tours. Consiguió una blusa y una gorra de obrero, se colocó una barba postiza y, de tal manera disfrazado, salió de la escuela, pasando con desenvoltura por delante del cuerpo de guardia. Cuando el tren le dejó en Tours, decidió regalarse con una cena antes de ir a la fiesta, y se dirigió a un pequeño restaurante. El dueño encontró en él algo sospechoso: ¡la barba de aquel extraño cliente se estaba desprendiendo! ¿ Ladrón o anarquista? Por si acaso, llamó a la policía.
En la comisaría, Carlos supo inventar una historia tan graciosa para explicar por qué se había disfrazado de aquella manera, que el comisario lo dejó marchar dándole unas palmaditas en la espalda y llorando todavía de la risa. Pero, apenas había salido de la comisaría, cuando se topó, frente a frente, con el general L’Hotte, comandante de la escuela de Saumur: treinta días de arresto mayor.
Al final del curso, en octubre de 1879, Carlos de Foucauld salía de la escuela de caballería con el puesto octogésimo séptimo, sobre un total de 87... Y la nota del inspector general decía así: «Es distinguido. Ha recibido una buena educación. Pero tiene la cabeza ligera y no piensa más que en divertirse. Se le ha privado del diploma por mala conducta y por los numerosos castigos recibidos».
Fue nombrado subteniente del IV Regimiento de Húsares, en Sézanne. Pero este pueblo no le ofrecía suficientes ocasiones de diversión. Se hizo trasladar a Pontá-Mousson, donde lo primero que hizo fue alquilar un piso. También tomó un apartamento en París, con objeto de ir allí a pasar los días de permiso.
Estaba más gordo que nunca. Saint-Cry había sido un fracaso como cura de adelgazamiento. El rostro parecía hinchado, tenía los labios gruesos del hombre sensual, la mirada asesina del vividor, se peinaba como un tenorio. «Era un sibarita -contó el duque de Fitz-James, que había reemplazado a Morés al lado de Carlos, pues aquél había sido destinado a otro lugar-. Con tacto exquisito y perfecta delicadeza, Foucauld tenía su bolsa a nuestra disposición. Cuando nos jugábamos la consumición, si ganaba varias veces seguidas, yo le he visto perder a propósito. De verdadero buen gusto, le agradaba celebrar reuniones de poca gente, un grupo reducido. Frecuentemente nos invitaba a su magnífica garçoniére para saborear sandwiches de pate de hígado, acompañados de un óptimo sherry. Tenía un criado, un calesín inglés y un caballo...»    

EL LLAMADO AL AFRICA
En este período, Carlos conoció a una tal Mimí. La tuvo consigo un año, hasta que, en diciembre de 1880, le llegó la noticia de que el IV de Húsares iba a ser trasladado a Argelia, a la guarnición de Sétif, con el nombre de IV de Cazadores de África. Carlos, pero no quería separarse de Mimí, ideó una nueva treta.
Escribió una carta de presentación e hizo partir a la muchacha para Argelia dos días antes que el regimiento. Mimí se presentó en Sétif haciéndose pasar por la esposa del subteniente Carlos de Foucauld, vizconde de Pontbriand -como la carta testimoniaba- y las autoridades militares le dispensaron toda clase de atenciones. Pero, cuando, con el regimiento, llegaron el coronel, los oficiales y sus esposas legítimas, estalló el escándalo.
El coronel cubrió de improperios al subteniente; pero el subteniente ni se inmutó. Es más, acentuó la provocación narrando descaradamente, en público, las escenas de más refinada afectuosidad con Mimí. Entonces las protestas arreciaron, el coronel le planteó la elección: «O Mimí o el regimiento. ¡Elija usted! ». Carlos respondió, con impertinencia, que no pensaba de ninguna manera devolver a Mimí a Francia.
Así, el 20 de marzo de 1881, por decreto ministerial, el subteniente Carlos de Foucauld fue mandado a la reserva «por haber deshonrado el grado, por indisciplina y mala conducta en público».
Oficial de Husares
Su carrera estaba terminada. Carlos lo celebró con una salva de carcajadas. Después tomó del brazo a Mimí y fue a establecerse en Evian.

 EL LLAMADO A LAS ARMAS
Pero un día, alrededor de tres meses más tarde, ojeando casualmente un periódico, leyó que, en Argelia, los Ulad Sidi Cheikh se habían sublevado, y que el IV de Cazadores de África estaba en pleno combate. «Jamais arriére!» y, de repente, Mimí perdió para sus ojos todo el interés.
Corrió a París, se presentó en el Ministerio de la Guerra y pidió ser admitido inmediatamente en el ejército. Dado que se dudaba, ante sus antecedentes escandalosos, declaró que no le importaba en absoluto el grado militar: estaba dispuesto a partir aun como simple soldado. Le aceptaron y, además, con grado de subteniente. Partió para África en el primer buque.

 AL ENCUENTRO CON UN DIOS DESCONOCIDO
Era un hombre completamente cambiado, aunque Aristófanes le seguía a todas partes, en una cuidada edición. «En medio de los peligros y las privaciones -escribió un compañero- aquel erudito en juergas se reveló como un soldado y un jefe capaz de soportar, con la sonrisa en los labios, las más duras pruebas, siempre dispuesto a arriesgarse y preocupado sobre todo de sus hombres, a quienes cuidaba con abnegación...»
Combatía para vencer, desde luego. Los franceses tenían que aplastar a los Ouled Sidi Cheikh, no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, aquellos amplios albornoces que se inclinaban profundamente en la solemnidad de la oración, y aquella invocación que se elevaba: «Allah Akbar!» («Dios es el más grande»), le causaron una enorme impresión.
A los dieciséis años, con la fe que aprendió en los libros -escribiría Michel Carrouges en Charles de Foucauld, explorador místico-, le pareció que la oposición entre las diversas religiones era la más sencilla negación de todas. Hoy, al borde del desierto, ve orar a los creyentes del Islam y se estremece de envidia y admiración». «El Islam -confesará más tarde el propio Foucauld- produjo en mí un profundo cambio... La vista de aquella fe, de aquellas almas tan unidas a Dios, me hizo intuir que existe algo más grande y más digno que las diversiones mundanas».
Dios se sirvió de la fe de los seguidores de Mahoma para abrir una primera brecha en el alma de Carlos de Foucauld.
Cuando la campaña terminó y el IV de Cazadores hubo de regresar a Sétif, Carlos sintió que no podía renunciar a aquel mundo, que apenas había vislumbrado. Pidió permiso para realizar un viaje de estudios por Argelia del sur, pero le fue negado. Y así, por segunda vez, salía nuevamente del ejército; pero ahora, por algo más que una simple Mimí.
Fue a instalarse en Argel, donde alquiló una casa en el número 58 de la cuesta de Vallée. ¿Se le negaba un viaje de estudios por Argelia? Voilá! ¡Explorará Marruecos! Sí, señores, el Marruecos impenetrable, la fortaleza musulmana del Atlántico, con sus ciudades fabulosas, sus bazares multicolores, sus laberintos envueltos en misterio, y sus jardines secretos; el reino de Muley Hasan, el sultán omnipotente, y de la anarquía imperante; el país que cerraba herméticamente las puertas para los europeos porque en cada uno de éstos veía, además de un evidente infiel, un oculto espía.
Sin embargo era preciso prepararse minuciosamente. La indolencia y la ligereza de Carlos desaparecieron como por encanto. Se instaló en la biblioteca de Argel y se dedicó a estudiar el árabe, la geografía y etnología de Marruecos, a examinar mapas, a utilizar los aparatos necesarios para la investigación científica. El bibliotecario principal, Oscar Mac Carthy, le prestó una valiosa ayuda.
Pero, mientras se encontraba abstraído en aquellos estudios, recibió un inesperado golpe. La tía Inés- aquella belleza espléndida de un tiempo, a cuyo lado había ido su padre a morir- le acusó de haber derrochado en juergas y extravagancias una notable parte de la herencia familiar -cuatro mil francos oro al mes durante cuatro años consecutivos- y presentó una instancia en el tribunal civil de Nancy para que al joven sobrino le fuera impuesto un consejo judicial.    
Carlos contestó que sí, que era cierto, que había cometido un sinfín de locuras y administrado su fortuna de una manera, por lo menos, poco prudente: sin embargo ahora...
Sin saber en la busqueda de Dios
Al tribunal le bastó la confesión. Le declaró derrochador y le impuso un consejo judicial en la persona de un anciano primo suyo, el señor de Latouche, quien le concedió una pensión de trescientos cincuenta francos al mes -precisamente en el momento en que disponer de dinero le iba a permitir realizar algo serio- y accedió a darle un anticipo suplementario, sólo para que pudiera comprar un sextante, un cronómetro, un teodolito y algunos otros instrumentos indispensables para la expedición.
Carlos volvió a sumirse en el estudio. El duque de Fitz-James, su antiguo compañero de juergas en Pont-á-Mousson, un día, lo encontró por casualidad. «¡Cómo ha cambiado Foucauld! -escribió a unos amigos-. Era gordo y ahora es delgado. Y nada de fiestas, mujeres y buenas comidas. Sólo le interesa el estudio».
A bordo de un buque de guerra, mandado por un pariente suyo y atracado en el puerto de Argel, Carlos practicaba el manejo de los instrumentos científicos.
Mientras tanto, el señor Mac Carthy buscaba un buen guía para la expedición. Creyó encontrarlo el día que le pusieron tras la pista del rabino Mardoqueo Abi Serour, cuya vida parecía una novela de aventuras. Los tratos con el viejo hebreo fueron laboriosos y largos, pues, en cada encuentro, el muy pícaro, aumentaba la cifra que quería cobrar por sus servicios. Al fin llegó a un acuerdo por la cantidad de doscientos setenta francos al mes, durante los seis o siete meses que durase la expedición.
La mañana del 10 de junio de 1883 hemos visto a Carlos, con Mardoqueo, en una calleja del «ghetto» de Argel. Estaban a punto de comenzar un viaje. Vestido de europeo, Carlos no hubiera avanzado ni un solo kilómetro por Marruecos. Disfrazarse de árabe hubiera sido imprudente, pues todavía no hablaba la lengua a la perfección y su ignorancia sobre el Islam le hubiera traicionado fácilmente. Por esto se había puesto vestiduras de hebreo.
Con el apoyo de Mardoqueo, el joven presunto rabino Joseph Aleman encontraría, durante su peligroso viaje por Marruecos, asilo y protección entre los judíos que habitaban en las ciudades prohibidas.

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